Durante el tiempo de vacaciones, y así lo demuestra la experiencia, se busca a toda costa el descanso y la diversión.
Los caminos que se eligen, muchas veces, no llevan al reposo porque son equivocados. La mayoría de las veces se vuelve de vacaciones más cansado que cuando éstas se iniciaron. Y esto ocurre porque no se ha dado con la clave fundamental del descanso.
Sin serenidad en el espíritu, no puede haber descanso. Es muy difícil que los resortes de una vida más placentera y dedicada a la relajación corporal y física sea la única forma de reposar.
El espíritu nos pide algo más, y es la armonización de las fibras interiores, que pueden estar dañadas por tantas adherencias que han amordazado su libertad y su realización. No importa si nos vamos lejos o nos quedamos en casa. La mejor manera de aprovechar el verano es refrescar nuestra vida espiritual y recrear el diálogo de amistad y amor con Dios, que sabemos nos ama, nos hace
felices. Podemos aprovechar que no tenemos el ritmo frenético del resto del año para leer los Evangelios más pausadamente, hacer una oración de mejor calidad, contemplar la naturaleza, ir a Misa sin apuros, disfrutar momentos en familia, charlar con amigos, asistir a eventos artísticos o deportivos, realizar alguna acción solidaria, leer los mejores libros, escuchar música, ir al cine a ver las mejores películas, realizar el hobbie que tanto ansiamos, y confesarnos con algún sacerdote, en nuestra parroquia o en la parroquia más cercana que tengamos.
Las vacaciones pueden ser algo más, un tiempo de búsqueda y no solamente de huida de la realidad cotidiana. Son la ocasión de ir más al fondo de lo que se busca y de lo que se ama.
Son un momento excepcional para realizar «el encuentro» que cambia la vida.
Artículo extraído de:
La voz del Peregrino
Ejemplar Enero 2016
Autor: Fernando Piñeiro